18.4.12

Estábamos en casa tomando un café y compartiendo conmigo los secretos más divertidos, también los más íntimos. Saqué ese álbum de fotos que solo ven los más amigos, te mostré mi ropa, mis sábanas. Viste lo que guardo en el mueble del baño y los libros a los que recurro en tiempos de lluvia. También te conté mis planes futuros, hicimos nuevos y compartimos frustraciones. Te adiviné y me adivinaste.

De pronto, por la mañana, tu voz sonaba diferente: fría, distante, desconocida. Nada de lo que te había mostrado antes parecía vivir, ahora, en tu memoria. Al hablarte escuchaba como mi eco se mofaba en mi cara. Desagradable situación.

Durante los meses siguientes intenté dejarte ver quien era, de nuevo. Como si hubieras sufrido amnesia selectiva, tras un accidente cerebrovascular. Respeté cada segundo en el que obviaste mi presencia, no apreté, solo seguía indicaciones médicas. Un día, al ir a tu casa, sin que me invitaras, a enseñarte aquél íntimo álbum de fotos, que no te interesaba ver, vi mi imagen reflejada en el cristal de un escaparate. 

Sentí pena. Ahí estaba yo, víctima de un choque contra una estatua de hierro que me dejó semiconsciente y medio ciega. Sin capacidad de escuchar ni ver lo que estaba ocurriendo, creyendo que debía ser yo la que socorriera aquél alma perdida, cuando ni siquiera tenía una mísera tirita con la que sujetar mi cerebro.

En ese instante di media vuelta, volví a casa, guardé el álbum de fotos donde correspondía, en la estantería de aquel salón de aquel piso de aquel edificio a diez manzanas de ti al que no volverías a entrar.

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