27.4.12

Una de las cosas que más cuesta aceptar es no importarle a alguien.

Hablo de no importarte en sentido literal
               
                             Que le de lo mismo que le mires o que no lo hagas, que le llames o que no lo hagas. Que no le importe si tu apellido tiene una rima graciosa o si has estado ardiendo en fiebre la noche anterior. Que le de igual cómo te vistas, qué películas veas o qué estés haciendo en este preciso instante. Hay personas a las que no le importa qué colonia usas ni cómo huele tu ropa, si es una lágrima lo que resbala por tu mejilla o el resultado de subir 15 pisos sin ascensor porque estás obsesionada con bajar de peso. Les da igual que enfermes o que no, que estés bien o que no, que tengas problemas o que tu vida sea un lecho de rosas. Hablo de darle igual a alguien, de importarle lo mismo que un chicle pegado al suelo, de ser solo como aquél balón que utilizó Chuck Nolland para no volverse loco en una isla desierta.

Es difícil darse cuenta, disfrazamos situaciones para no vernos como unos imbéciles, pero lo somos. Porque estamos ahí más tiempo del que debiéramos, porque a nosotros si nos importa qué hace al despertar, a qué temperatura le gusta tomar el café o qué olor desprende su ropa. 

Pero si no es recíproco, hay que largarse.

No hay comentarios: